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Ella decía,

“No puedo darte más que amor”
y citaba a Sartre sin saberlo. “No hay
peor conciencia que una mala conciencia”, decía.
 
La plaza de armas,
saltos de rana para la hora de la siesta
en el destacamento de Caleta Olivia, sobre el monte,
las ostras del Mar de China no habían
concluido su ciclo de gestación
la noche que estuvimos en la playa.
 
Sus piernas se anudaban
como los tentáculos de una medusa
(y a mí las neuronas
en algún lugar perdido,
cuando se da el clímax de tan Ella
subida sobre mí).
 
Y decía palabras al oído, atascando
el fluír con sus jadeos, con la
música de sus quejidos, arrojándome
el mar de enero sobre la cabeza.
 
Un amigo dice: “una suerte de Belvedere
al que no se asoma nadie” . . .
o tan sólo mis recuerdos. . .
“en torno a un punto de mala conciencia”.
 
Y es asì.   
 

 

Compulsivo del salto al vacío

 

El hombre recuerda

lo que pensaba el día

en que el destino lo rozó:

los remedios del espíritu

son como el vino de los mitos,

consuelan al que está en los límite

se insubordinado se plantea

la necesidad del salto. 

 

 

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